Los mejores vídeos de la Historia del Mundo #0
Brigitte Vasallo – Barcelona
Voy a empezar haciendo una declaración de principios, para que tengamos claro de qué va la cosa: yo le tengo mucha manía a Bach. Asco, en realidad le tengo como tirria, rabia. Sé que es una forma chunga de empezar una artículo de música, pero la vida y yo somos así. Si acaso, para compensar, os puedo contar de dónde me viene el disgusto.
Antes de él y fuera de él, de Bach, todo el mundo oía como podía pero escuchaba aceptablemente bien. El sonido y la música seguían las leyes no escritas de la acústica, sin más. Estábamos afinados, nosotros, nuestros oídos. Y entonces, llegó Bach y nos desafinó. En su época se puso de moda el piano, o su antecesor, el clavicordio. Y el clavicordio no se anda con chiquitas. Las teclas son las que son y golpean las cuerdas donde las golpean. Y las cosas, los sonidos, dejaron de cuadrar. Y para hacerlas cuadrar y crear todas esas obras verticales y armónicas y no se qué más se modificó el sonido. No. Se modificó aquello que llamamos sonido afinado. Se movieron los intervalos, las notas para decirlo así a lo bruto, y se creó una forma de afinar que estaba desafinada, sin más.
Este desastre no lo hizo Bach solo, sino que es algo que sucedió desde Pitágoras y, en realidad, todos los instrumentos de afinan de una u otra manera. El problema con Bach es que su forma de afinar se convirtió en la única posible: se convirtió en una plaga fagocitadora de posibilidades sonoras, en una sonoridad caníbal.
Supongo que las personas que saben de música, así en serio, se están llevando las manos a la cabeza con esta simplificación que hago de oidora enfadada. Pero no importa, porque esto que os estoy contando no va de música, sino de racismo.
Hace muchos años, allá por el siglo XX, di algunos cursos de músicas de los mundos árabes, una excusa como otra cualquiera para hablar sobre la construcción de alteridad, sobre diversidades, sobre minorías, sobre violencia, sobre guerra; cosas que luego aprendí a nombrar con palabras esdrújulas e importantes: colonialidad, interseccionalidad, islamofobia, morofobia, racismos. En la primera sesión del curso proponía un juego: escuchábamos un fragmento de una ópera de Wagner y un fragmento de maqam iraquí interpretado por Hussein Al-Adhami. El juego consistía en adjetivar ambos ejemplos. Para todo el alumnado con oídos educados en la Europa blanca, Wagner sonaba a limpio, ordenado, organizado, afinado, incluso civilizado. Al-Adhami sonaba sucio, caótico, improvisado (ergo desordenado), infantil y desafinado. Son, si os fijáis, los adjetivos que definen Occidente y los que definen Oriente desde la perspectiva racista creada por el orientalismo, ese gran movimiento de construcción de alteridad surgido, precisamente, en el siglo que habitó Wagner, el XIX. Pero claro: ni el maqam iraquí ni Al-Adhami son sucios, desordenados, caóticos, infantiles ni desafinados (y me están doliendo las manos solo de escribirlo). Simplemente su gramática musical es distinta, altamente sofisticada, con una estructura horizontal frente a la verticalidad wagneriana y definitivamente afinado. Porque es música que escapó a Bach. El desafinado en todo esto somos los richards, no los husseins.
La belleza es una construcción social y, como toda construcción, nace enfangada de lo que somos, y va propagando su verdad en cada escucha, en cada mirada. Reproducimos la emoción sobre aquello que nos han enseñado que es emocionante. Y nos saltan las alarmas ante cualquier disidencia: nos coge la risa nerviosa, nos sale el desprecio por la diferencia y la rechazamos de manera tajante: esto es una mierda. Esta música “no es buena”. La música, afortunadamente, ni es buena ni es mala. Simplemente, es. Podemos adjetivarla de mil maneras: hay producciones más resultonas que otras, hay sonidos que aguantan el tiempo como si no estuviesen marcados por su época y hay otros que se sitúan al instante. Hay música con mayores y menores recursos y las hay que se ajustan más o menos a según que normativa construida socialmente (lo que incluye conservatorios y demás). Pero aquello que llamamos “bello” y aquello que llamamos “kitsch”, sucio, desordenado, desafinado o, simplemente, “malo” viene a menudo marcado por todas las estructuras racistas, capitalistas, machistas y clasistas que operan sobre la imposición de lo que está bien y lo que está mal. De lo que vende y lo que no vende. De lo que, a fuerza de vender, se vuelve del gusto de todo el mundo.
La idea de estas listas de “Los mejores videos de la Historia del Mundo”, no os voy a engañar, nació en mi casa una noche de juerga con los y las sospechosas habituales a los que hago comadres de esta lista: Safura, Cheb Lila, Vignesh Tolu Melwani, Pol Galofre y Adrian y Txell de la Xixa Teatre. El youtube puso una parte, y la noche hizo el resto. Y allí dijimos, con todo el subidón: ¡vamos a compartir esto!
“Esto” son videos que escapan a la normalidad impuesta por el mercado anglosajón, que escapan a las listas de éxitos, a la novedad, a lo que toca, a lo que mola, a lo que se entiende rápido, a lo que han querido acostumbrarnos a escuchar. No hemos buscado “rarezas”: vamos a compartir cosas que nos gustan y emocionan a pesar de la propaganda en contra, a pesar de las modas, a pesar de las formas impuestas, a pesar de Bach. Cosas que nunca encuentran espacio para ser compartidas., porque nunca son lo que toca compartir. Aquí van: son nuestros primeros “mejores videos de la Historia del Mundo”.
Hoy compartimos solo uno, porque serán muchos más: porque la matemática, como la afinación, siempre le quedó corta a la música. Elegimos a la Bendaly Family, un grupo de Trípoli de los años 70 formado por Edward Bendaly y sus doce niños, que estuvo activo a lo largo de los años ochenta.
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